Las criptomonedas son un sistema de transacción financiera donde se evita el intermediario (los bancos). De esta manera los participantes en la transacción por medio de criptomonedas no pagan impuestos y evitan informar el origen del dinero.
Hay dos tipos de criptomonedas en cuanto a respaldo se refiere. El bitcoin (y otras competidoras como Ethereum) es una criptomoneda descentralizada que funciona en base a la tecnología blockchain, donde son los mismos participantes los que verifican las transacciones. Por otra parte están las criptomonedas creadas por empresas. Por ejemplo, Facebook (ahora Meta) anunció la creación de su propia moneda digital llamada Diem, la que aún no se concretó.
La aparición de las criptomonedas ha significado un shock para el sistema financiero internacional, que hasta hace poco parecía descansar seguro en las manos de unas pocas entidades afincadas principalmente en Nueva York y Londres.
Lo que surgió –anónimamente- como una forma de asegurar grandes capitales frente a la crisis financiera de 2008, ha ido creciendo amparado por aquellos que se han enriquecido con la masificación de la tecnología digital y especialmente debido a las restricciones a la vida civil impuestas por los gobiernos para frenar el coronavirus.
El auge de las criptomonedas a partir del comienzo de la pandemia está significando una importante pérdida de poder por parte de los estados nacionales cuya fortaleza reside básicamente en el control de su sistema financiero del cual se desprenden los impuestos que sostienen la actividad socioeconómica de cada país.
El aumento de las transacciones en criptomonedas significa entonces un debilitamiento del poder político, ya de por sí debilitado por la desigualdad económica que ha venido creciendo desde los años 90 del siglo pasado, la cual se ha acelerado a partir de la crisis financiera de 2008 y más aun con la pandemia que ha llevado a más trescientas millones de personas a caer bajo el nivel de pobreza especialmente en África, América Latina y el sur de Asia, según un informe de Naciones Unidas.
A esto debe sumarse el efecto de la digitalización de la vida social. La concentración de la propiedad y el capital en el mundo digital, la masificación de las redes sociales y el uso de algoritmos nos han llevado a que cada consumidor reciba las noticias más apropiadas a su tipología, siendo muchas de ellas deepfakes. Como hemos podido comprobar, la información está siendo manipulada a través de la publicidad y esto ha impactado en procesos electorales, beneficiando a las gigantes tecnológicas y afectando la estabilidad política en los países democráticos.
En este contexto surge una reacción por parte de los gobiernos democráticos que, para competir, buscan crear criptomonedas “oficiales”, garantizadas por el estado. En países autoritarios como China, la solución es más sencilla. Directamente se prohíben las criptomonedas independientes y se crea una sola moneda digital estatal.
Estas monedas de próxima aparición se denominan Central Bank Digital Currency (CBDC). Una moneda electrónica que cumple la misma función que la moneda papel al estar respaldada por el Banco Central.
Según un informe del FMI las CBDC son más eficientes que el dinero físico ya que tienen menor costo de transacción; promueven la inclusión financiera especialmente en los países no desarrollados donde gran parte de la población no tiene acceso a cuentas bancarias; pueden competir con las monedas digitales privadas que necesitan incentivos para alcanzar estándares de transparencia y limitar las actividades ilícitas; y pueden ayudar a que las políticas monetarias fluyan más fácilmente.
Al lanzar las CBCDs los gobiernos se enfrentan a varios desafíos. Por un lado los ciudadanos podrían masificar la adquisición de CBCDs, trasladando el valor desde los bancos lo que podría ocasionar una corrida bancaria. Por otro lado, centralizar en el gobierno una moneda creada por privados podría crear una reacción no deseada por parte de los usuarios y provocar riesgos a la ciberseguridad del sistema bancario. Los procesos regulatorios van a la cola de las nuevas formas de dinero, por lo que deben estar bien estructurados antes de adoptar esta tecnología.
Hasta ahora sólo Nigeria, Bahamas y siete pequeñas islas del Caribe consideradas “paraísos financieros” han lanzado ya sus CBCDs. Otros 14 países, entre ellos China, Corea del Sur, Sudáfrica y Arabia Saudita están en experimentando un plan piloto.
Otros 16 estados, entre ellos la Unión Europea, Brasil, Australia, Japón y Rusia están en etapa de desarrollo. En total son 91 países los que pretenden lanzar próximamente sus CBCDs.
“Antes del Covid, las monedas digitales de los bancos centrales eran un ejercicio teórico. Pero con la necesidad de distribuir estímulos monetarios y fiscales sin precedentes por todo el mundo, combinado con el crecimiento de las criptomonedas, los bancos centrales han entendido rápidamente que no se puede dejar la evolución del dinero en manos del destino”, afirma Josh Lipsy, exfuncionario del FMI y actual director del GeoEconomics Center.
De los cuatro bancos centrales más grandes del mundo (Inglaterra, Japón, Unión Europea y Estados Unidos) es éste último el único que no está produciendo avances en el estudio e implementación de la CBCD. Esto contrasta con China, que está muy avanzada en su programa piloto.
Información detallada sobre las CBCDs puede encontrarse en el sitio web del Atlantic Council, donde en su párrafo final dice: “Hasta ahora Estados Unidos ha podido monitorear y regular el flujo de dólares a través de pagos digitales alrededor del mundo. Pero nuevos sistemas de pago pueden limitar la habilidad de los funcionarios para rastrear los flujos transfronterizos. En el largo plazo la ausencia de liderazgo por parte de Estados Unidos puede traer consecuencias geopolíticas, especialmente si China mantiene su ventaja en el desarrollo de CBDCs.