Uno de los medios más leídos por la dirigencia empresarial y política de Estados Unidos publica un editorial con fuertes críticas a Silicon Valley. Traducimos gran parte de una columna firmada por la periodista Parmy Olson, bajo el título “Las grandes tecnológicas tienen nuestra atención, pero no nuestra confianza”, donde se habla de falsas promesas y conducta monopólica:
A la industria tecnológica le gusta pintar un cuento de hadas sobre la vida en el futuro y, fiel a su estilo, su brillante visión de la inteligencia artificial roza lo increíble. Sam Altman, CEO de OpenAI, promete “prosperidad compartida a un nivel que parece inimaginable” para la humanidad. Grandes modelos de lenguaje que pueden redactar correos electrónicos y mantener conversaciones de voz automatizadas enseñarán a nuestros hijos, coordinarán nuestra atención médica, destruirán las fronteras de la ciencia y harán que los trabajadores humanos sean más productivos. “Con el tiempo” escribe Altman,
“cada uno de nosotros podremos tener un equipo personal de IA lleno de expertos virtuales en diferentes áreas, trabajando juntos para crear cualquier cosa que podamos imaginar”.
Tras un año y medio de auge de la IA, la prosperidad prometida a la humanidad en general sigue prácticamente en el horizonte. Pero en esta fiebre del oro moderna, las personas que fabrican los picos ya se están beneficiando enormemente.
Desde el lanzamiento de ChatGPT en noviembre de 2022, los inversores han añadido la asombrosa cifra de us$82.000 millones a las valoraciones de mercado de las seis más grandes firmas de tecnología: Alphabet, Amazon, Apple, Meta, Microsoft y Nvidia.
Animada por las expectativas, Nvidia, desarrollador de chips de inteligencia artificial, se convirtió en junio en la empresa más grande del mundo por capitalización de mercado. OpenAI más que duplicó su ingresos anualizados a us$3.400 millones en los últimos seis meses. Los ingresos de Microsoft aumentaron 18% en el segundo trimestre de 2024 impulsados por las ganancias en IA, hasta alcanzar los us$62.000 millones.
No se pueden negar los importantes avances que las revoluciones tecnológicas han traído al mundo desde la informática hasta internet y el auge de los smartphones, producto de visionarios como Steve Jobs, Bill Gates, Sergey Brin y Larry Page. Sus productos han simplificado el trabajo profesional y han permitido a las empresas operar a escala global de manera más eficiente, al mismo tiempo que abren un universo de conveniencia, comercio y conexión en continua expansión para miles de millones de consumidores. No se ve a mucha gente apresurándose por renunciar a sus conexiones de banda ancha y a las potentes computadoras que llevan en sus bolsillos. Aún así no está claro si la IA beneficiará a la humanidad tanto como a las empresas tecnológicas, y la historia ofrece amplias razones para ser escépticos.
Mark Zuckerberg, de Facebook, nos convenció de conectarnos al mundo, pero entregó algoritmos manipulados para escrolear sin fin, lo que puso a prueba tanto la salud mental como el discurso político. Google prometió organizar la información, pero permitió que los anuncios publicitarios dominaran los resultados de búsqueda, mientras que Youtube ayudó a radicalizar a los jóvenes. Jeff Bezos, de Amazon, creó una comodidad incomparable, pero obligó a innumerables empresas más pequeñas a caer en la dependencia o la obsolescencia. La recolección de datos personales de millones de personas ha impulsado la generación de dinero en Goolge, Facebook y Amazon.
No es de extrañar que las grandes tecnológicas se ubiquen por debajo del promedio en la encuesta más reciente de Gallup en cuanto al nivel de confianza que el público asigna a las instituciones estadounidenses. Sin embargo, a pesar de las reservas de los consumidores, la mayoría se resigna a utilizar las plataformas tecnológicas de todos modos. Son nuestra infraestructura social, levemente adictiva e ineludiblemente dominante en el mercado. Los líderes de las gigantes tecnológicas detrás de las innovaciones revolucionarias de la era de la información también han llegado a considerar que su ascenso es merecido y no está sujeto a crítica.
En septiembre, cuando le señalé a un científico senior del equipo del buscador de Google, que el 90% de las búsquedas globales eran de Google, dijo que la razón no era el comportamiento anticompetitivo sino las decisiones inteligentes de los consumidores. “Esa estadística refleja que la gente confía en Google”, aseguró. Bueno, sí. El algoritmo de alto nivel de Google nos atrapó, pero también lo hicieron sus adquisiciones de potenciales competidores comerciales y sus astutos acuerdos con fabricantes de dispositivos: sólo en 2022 pagó us$20.000 millones a Apple para ser el motor de búsqueda predeterminado en los iPhone. La historia es similar en las otras grandes tecnológicas.
En realidad, el mundo no puede seguir confiando en que Silicon Valley se autoregule, Nuevos esfuerzos prometedores para vigilar la tecnología provienen de la Unión Europea, con la Ley de Inteligencia Artificial y otras leyes que abordan el comportamiento monopólico y los daños de las redes sociales. Esa es la principal esperanza actual para lograr el equilibrio.
Los años posteriores al lanzamiento del iPhone por parte de Steve Jobs en 2007 brillaron con optimismo con respecto a cómo los smartphones enriquecerían casi todos los aspectos de nuestras vidas e impulsarían un cambio progresivo, ayudando a correr la voz sobre muchas cosas, como la Primavera Árabe o el bienestar personal. Pero para quienes observan de cerca, las señales de alerta comenzaron a ondear en 2014. Ese año,
un movimiento online conocido como Gamergate orquestó el acoso a las mujeres en la industria de los videojuegos, a través de grandes foros como Reddit. Resultó que las redes sociales también podían convertirse en armas.
Estas preocupaciones aumentaron cuando Donald Trump fue elegido presidente en 2016, lo que llevó a la prensa a cuestionar si Facebook (con su nuevo algoritmo que recompensaba la indignación y el compromiso) había ayudado a llevarlo a la presidencia. A medida que Twitter hizo ajustes similares en su propio feed, la idea de los filtros que creaban burbujas comenzó a afianzarse.
Dos años más tarde Facebook admitió que había permitido que la consultora Cambridge Analytica recopilara datos personales de millones de sus usuarios para publicidad política. Así comenzó la transformación de Zuckerberg en villano de la industria, un símbolo del desagradable modelo de negocios que sustentaba a los gigantes de internet. Los anunciantes eran el cliente, las personas y sus datos eran el producto.
La desconfianza hacia el oligopolio de las tecnológicas es profunda incluso en Silicon Valley, donde los no tan grandes y los capitalistas de riesgo se quejan a puerta cerrada de lo que hacen los reyes de la industria. Los fundadores de startups, por ejemplo, están atrapados en alguna de las tres empresas líderes que albergan la infraestructura de datos: Amazon, Microsoft o Google. Un trío que también ha estado acaparando el acceso a los chips de IA más potentes de Nvidia. Mientras tanto, deben ser amables con los ejecutivos de las grandes tecnológicas, ya que probablemente sean quienes terminen comprando sus empresas.
Los consumidores también están atrapados en una relación restrictiva. El software de Microsoft es utilizado por el 70% de las personas que tienen computadora, mientras que Amazon representa el 40% de las ventas de comercio electrónico en Estados Unidos. Es casi imposible vivir la vida diaria sin los servicios de un gigante tecnológico, un fenómeno captado por la escritora Kashmir Hill, quien pasó seis semanas intentando sin éxito eliminar de su vida a cinco de las principales empresas tecnológicas. Enviar archivos para trabajar, escuchar música y obtener información de la web se convirtió en un infierno, escribió en ese momento.
A pesar de los efectos secundarios dañinos, las gigantes tecnológicas están tan profundamente entrelazadas en nuestra infraestructura y vida personal que los consumidores no pueden evitarlas.
La relación se ha vuelto tan ineludible como la que tenemos con nuestros padres: necesaria, compleja y, en gran medida, innegociable.
Quizás es por eso que la confianza del público en las grandes tecnológicas ha ido disminuyendo del 32% en 2020 a 27% en 2024, según Gallup, a pesar del importante papel que desempeñaron Zoom, Google y otros durante la pandemia.
El auge de la IA generativa ha hecho poco para disipar ese escepticismo. ChatGPT irrumpió en escena, generando poesía e imágenes y haciendo que Siri y Alexa parecieran antiguas. OpenAI lo presentó como un elixir mágico para “empoderar a la humanidad para que florezca al máximo”. Mientras Google, Meta y Amazon luchaban por ponerse al día, a los inversores se les hacía agua la boca ante las posibles riquezas como sucedió con las puntocom. Pero a diferencia del enfoque en el crecimiento de los años de las puntocom, el barniz humanitario de la IA generativa enmascaró una premisa más oscura: este auge tiene que ver con la reducción de costos, amenazando con desplazar empleos en lugar de crearlos.
El enfoque de Silicon Valley respecto a la IA no inspira optimismo en cuanto a que se pueda reconstruir la confianza. Casi el 65% de los consumidores estadounidenses dice desconfiar de los CEOs de las empresas que desarrollan modelos de inteligencia artificial, y tienen aún menos fe en que el Congreso regule a esas empresas, según una encuesta de marzo de 2023 realizada por Morning Consult. Los legisladores obtuvieron el peor resultado de la encuesta sobre la regulación de la IA.
Esperemos que la próxima generación de gigantes tecnológicas de Silicon Valley aprenda que las tácticas sin escrúpulos no siempre les dan una ventaja y que ganarse nuestra confianza dará sus frutos a largo plazo.
Las gigantes tecnológicas en el negocio de la salud
Las gigantes tecnológicas no son invencibles